sábado, mayo 12, 2018

Eurovisión, el festival que rompe las reglas y acapara atenciones

El Mercurio

Hoy en Lisboa se desarrollará la gran final del certamen, uno de los pocos que han enfrentado con éxito la amenaza de irrelevancia que pende sobre las competencias de canciones. 

Por Sebastián Cerda
Su historia es pródiga en nombres y episodios memorables. Además del hito irrepetible que representó el triunfo de ABBA en 1974, por las tarimas del festival Eurovisión han pasado artistas tan resonantes como Olivia Newton-John, Nana Mouskouri, Raphael, Julio Iglesias, Domenico Modugno, Paloma San Basilio, Nicola di Bari y Mocedades, entre muchos otros.

A 62 años de su primera versión, Eurovisión sigue ahí, firme y saludable, listo para vivir esta noche su gala número 63, con la atención de toda Europa y buena parte del mundo, puesta en lo que vaya a suceder en Lisboa.

Parece una verdadera torcedura de mano al destino, pero en absoluto se trata de algo casual. A lo largo de su historia, Eurovisión y su público han sabido adaptarse el uno al otro, con gustos y evento persiguiéndose mutuamente. Su propia lógica ya marca diferencias: antes que afincarse en un solo territorio (como Viña del Mar o San Remo), opta por la sede variable vía asignación al ganador del año anterior, lo que permite que la atención se expanda más allá de lo local.

Pero así y todo, su sola tipología podría haber llevado a Eurovisión por el despeñadero, y se estima que directrices concretas son las que han impedido que el certamen siguiera el destino fatal de buena parte de sus símiles.

Una de ellas está en el extremo cuidado con que se abordan las puestas en escena, así como en una búsqueda de singularidad a toda costa. Cada nación apunta a crear en el escenario una atmósfera única, de modo tal que la gala no parezca un desfile de intérpretes, sino más bien múltiples experiencias.

Al respecto, Eurovisión se ha convertido en un verdadero laboratorio para ensayar formas de iluminación, despliegue de cámaras e intercambio entre artistas y recursos tecnológicos, lo que va aparejado con horas y horas de riguroso ensayo.

El público también es protagonista: además de hacerse notar in situ , su expresión vía televoto es determinante en las calificaciones obtenidas por los participantes, proceso que se ha ido depurando a través de los años para procurar un justo equilibrio entre esa votación y la de los jueces.

Pero más allá de todas esas características, lo más importante de todo siempre estará en las canciones y en quienes las interpreten. Y la norma al respecto durante los últimos años ha parecido apuntar más al atrevimiento, la peculiaridad, la originalidad, la innovación, e incluso, la provocación.

Se ha visto con ganadores recientes, como los finlandeses Lordi, en 2006, un grupo de heavy metal enfundado en horripilantes atuendos, a la usanza de un orco u otras criaturas de la fantasía medieval. O en 2014, cuando la austriaca Conchita Wurst se transformó en celebridad mundial no solo por su registro y su condición de transformista, sino además por el sello inconfundible que representó su estampa de diva barbuda.

En 2017, el delicado trofeo (al ganador de 2009 se le rompió) fue para el portugués Salvador Sobral, quien cautivó al público no solo con su propuesta intimista, sino también con su propia fragilidad; el cantante estaba en lista de espera para un trasplante de corazón.

Pero no siempre la originalidad va ligada a la belleza o la sorpresa. Entre una veintena de canciones, por cierto que no puede haber puras gemas, y el propio Sobral se ha encargado de liderar los cuestionamientos hacia el tema que este año representará a Israel: una sinfonía de sonidos bucales y cacareos (con imitación de gallina incluida) a cargo de una expresiva cantante llamada Netta.

"Es una canción horrible", dijo el portugués sobre la pieza que este año agita la bandera del freakismo, otro de los nuevos estandartes de Eurovisión, y que podría alzarse como su sucesora. ¿Lo logrará? Esta noche lo sabremos. Pero, si no, al menos el impacto viral ya está asegurado.

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